“Los Nuevos” – Novela de zombies por partes. (19/35)

Adolfo, Jorge Luis y Ernesto

Adolfo se apea de la bicicleta, la ata a un árbol de la vereda, y entra a El Café donde pacientemente toma una infusión su amigo. Una vez dentro del confortable ambiente del bar, Adolfo se siente nuevamente como en casa. Como en su tercer hogar, después de la biblioteca y de su propio departamento.

Jorge Luis está sentado en una pulcra mesa de madera, contra el ventanal que da a la calle. El vapor del pocillo de café, elevándose con la misma calma que los pensamientos de su dueño. Por la expresión de alegría que Jorge Luis pone al ver llegar a Adolfo, un observador circunstancial diría que lo estaba esperando, pero en realidad, ambos sólo están allí. Sin esperar nada. Sin tensionarse por nada. Tranquilos, como buenos jubilados que han aprendido a tomarse la vida con calma, a partir de reconocer que “lo que toca, toca, y lo que no, no”; abiertos, casi como monjes zen. Pero no tanto por méritos filosóficos ni religiosos, sino por cuestiones más bien terrenales: hace tiempo que ambos han sido liberados de la ansiedad que propician los proyectos inconclusos, del monopolio emocional de las pasiones amorosas, de la tiranía frenética del entorno laboral —la biblioteca no cuenta, por supuesto: para Adolfo, no representa más que puro placer, mientras que Jorge Luis visita a diario a su amigo porque le agrada sentirse útil.

Algo parecido estaba pensando Jorge Luis, cuando Adolfo llega a El Café. Lo recibe con una sonrisa, y palabras amistosas.

―¿No tenés miedo de caerte de ese biciclo, hombre?

―Para nada, viejo.

―Viejos son los trapos, ¡che!

―Y, “si viejos son los trapos”, ¿para qué me preguntás eso?

Enseguida se acerca Jimena, la moza, con la taza de café con una medialuna dulce que siempre pide Adolfo. Saluda y vuelve a la barra.

―Si fuera veinte años más joven…―empieza Jorge Luis, haciendo alusión a las caderas bamboleantes de Jimena, mientras se aleja la moza.

―Serías un viejo destartalado igual. ¿Cuánto te pensás que tiene? ¿Quince? ¿Veinticinco?

―Bueno, soñar no cuesta nada, che…

―Soñar, sí; alucinar, no… Pero tenés razón: si fuéramos algunas décadas más jóvenes… “partiríamos la tierra”, como dice mi nieto―ríen ambos con estos comentarios. Pero sólo lo dicen en broma: de boca de Julia han oído más de una vez lo zopencos que quedan aquellos viejos verdes que se devoran a las niñas con la mirada. Y, a decir verdad, no deben de pasarla muy bien, ni las chicas como Julia, que reciben esas miradas furtivas, ni los hombres que las desean de forma animal. Poca vergüenza y demasiada represión. Por experiencia, Adolfo cree que es preferible no tener constricciones emocionales, «las cadenas, cortas o largas, siempre son cadenas».

―Por lo pronto, como viejos reventados que somos, sólo nos queda añorar, geronte amigo. Sin hambre. Sin deseo.

―Sólo el deleite de la contemplación de esa verdadera obra de arte que es el cuerpo de la mujer.

―El cuerpo del ser humano. Pues ya no hablemos de sexismos: también hay hombres cuyos cuerpos son monumentos a los que les rinden pleitesía, tanto las mujeres, como ellos mismos.

―Es verdad, Adolfito, y también vos, tan deportista siempre, seguramente tenías en tu juventud un tendal de mujeres esperando por tus atenciones, ¿verdad? ―Adolfo hace caso omiso del comentario, por lo que Jorge Luis prosigue:―y, ¿viste?: ¡Hasta inventaron una palabra nueva para esos: “Metrosexual”…!

―No, esos son los que se maquillan, yo te hablo de los que pasan tanto tiempo en el gimnasio como nosotros en la biblioteca…

―¡Ah!, esos… sí.―sonríe Jorge Luis.

―Pero yo no les andaba ni cerca. Además, tampoco fui tan deportista: apenas un poco de artes marciales y paseos todo-terreno. Nada que ver con los que viven sudando y corriendo de un lado para el otro. Digamos que esto de los fines y los medios siempre termina por mezclársenos a nosotros, los comunes mortales: cuándo hacer deporte para tener salud, o un esbelto físico, y cuándo, por el deporte mismo… cuándo trabajar para vivir, y cuándo vivir para trabajar… y así con tantas cuestiones.

―…“Mens sana in corpore sano”, …“el deporte es salud”, …palabras extrañas para mí―comenta Jorge Luis algo pensativo, todavía reflexionando sobre el tópico anterior, tal vez, siendo un poco tironeado por el pasado―, y sin embargo acá estoy, después de más de ocho décadas de andar molestando por la vida, sin cuidarme demasiado…

Su conversación se caracteriza por describir un movimiento pendular que va de los chismes y la banalidad, a interrogantes trascendentales, y de vuelta a la superficie. Claro, estos dos filósofos de café pueden darse el lujo de hablar del clima y de la cintura de la mesera, de regreso de una conversación que entrelaza —con la mayor naturalidad— asuntos como la muerte, el destino del país, y la juventud perdida. De hecho, es esta misma superficialidad —sus tubos de oxígeno, sus pasajes de vuelta, la risa que amortigua la tragedia— lo que les permitió sobrellevar esas cabezas curiosas y cansadas, a lo largo de tantos años.

 

Va cayendo la tarde y amenaza con empezar a llover en cualquier momento.

Cierto intervalo en la charla de los ancianos, estos ven entrar a Ernesto con un gesto frío, muy inusual en él.

―Abuelo. Jorge. ¿Están bien?

Los amigos, sorprendidos, se miran entre sí con curiosidad. Por toda respuesta, sonríen cariñosamente al nieto de Adolfo. Invitándolo también, con esa misma expresión, a explayarse sobre el motivo de su visita, pues es evidente que vino directamente al bar para encontrarse con ellos. Para Adolfo, que vive con él, verlo fuera del departamento dos veces en un mismo día, es mucho, ni qué hablar entonces, para Jorge Luis.

―Abuelo, tenemos que ir a casa. Vamos que los llevo.

―Pará m’hijito, que tu abuelo acaba de llegar―le dice Jorge Luis con calma.

―Además vine en la bicicleta―completa el aludido― pero… si es importante…, Titus, contanos qué pasó.

Ernesto los conoce, y sabe que esos dos viejos astutos no se moverán sin estar al tanto de las razones:―Bueno, parece que se desató una ola de crímenes en toda la ciudad. Robos, asesinatos. Mucho no sé―se apresura el nieto, que omite a consciencia el episodio del departamento de Mariana y el de la comisaría―, pero les cuento lo poco que sí sé, en el camino; ¿podemos ir, abuelo?

―Claro, Titus, claro…―responde su abuelo, comprensivo, y ahora hasta casi preocupado, pues no está acostumbrado a ver a Ernesto con una actitud que no fuera de seguridad y diafanía. Dirige una mirada a Jorge Luis, y ambos se levantan de la mesa, después de dejar el importe de los cafés, más la propina.

Durante el camino hacia el piso que compartían Adolfo y “Titus” —desde que el chico se había venido a la ciudad a estudiar, unos años atrás, mediando el período en que este último pasaba más en lo de Mariana, que con el abuelo—, los viejos escuchan con atención creciente los hechos que Ernesto, ahora sí, relata con lujo de detalles. El hallazgo de Mariana, las muertes de las vecinas, y cómo el comisario había decidido postergar la declaración del chico después de la huida de Rubén, pero también a raíz de que los teléfonos no paraban de sonar, denunciando cada vez más lo que Ernesto ingenuamente interpretó como hechos delictivos.

Interrumpiendo un segundo el relato del chico, el más viejo de los dos amigos le pregunta al taxista si estaba al tanto de lo que Ernesto estaba contando, pero éste ni siquiera escucha la pregunta: sólo presta atención al tránsito y a la música que sale del estéreo del vehículo.

«Claro, debe escuchar cada locura, el pobre, que ya ha perfeccionado un mecanismo de percepción selectiva…», piensa Jorge Luis

Luego de un instante de silencio, Ernesto da por terminado su informe con una petición:

―No sé si se pusieron de acuerdo o qué, pero la cosa es que la ciudad se llenó de vándalos, por eso me voy a sentir más tranquilo si sé que ustedes están seguros en casa.

Jorge Luis, que prácticamente ni pestañea mientras Ernesto cuenta lo sucedido, no está preocupado por sí mismo, ni siquiera por su amigo. Nadie mejor que un viejo, sabe lo prescindibles que son los viejos. Él se preocupa, en cambio, por Julia, su otra nieta postiza, quien vive sola a no muchas cuadras de allí. Aguarda a que Ernesto llegara a una pausa en su informe, y le pregunta:

―Es muy amable de tu parte preocuparte por dos viejos como nosotros, m’hijo, pero, ¿me harías un favor?

―Decime, Jorge.

―Mirá, Julia vive acá cerca, ¿podrías dejarnos a nosotros en el departamento e ir a buscarla? Yo te doy la dirección.

―¿Y por qué no la llamamos al celular?―sugiere prudentemente el chico.

―No usa.―contestan los viejos al unísono.

―¡¿Cómo que no usa celular, si hasta el abuelo tiene uno?!

Adolfo le explica a su nieto las razones por las que la rebelde Julia prefiere andar desnuda —tecnológicamente hablando, claro— por la vida, y Ernesto accede al pedido de los viejos. En lo profundo de su mente, le encanta la idea de verla de nuevo a Julia, pero la adrenalina liberada en su organismo, por tanto acontecimiento inesperado, le impide a Ernesto darse cuenta del todo.

Tal y como acordaron, el muchacho deja a los hombres en la vereda del edificio y parte, sin bajarse del taxi, hacia la casa de Julia.

3 comentarios sobre ““Los Nuevos” – Novela de zombies por partes. (19/35)

Deja un comentario